
Ingenio y simpatía por un almuerzo
POR SILVANA BOLAÑOS TORRES
Alex mira la hora en el reloj de su celular: es casi medio día y pronto va a terminar la clase. Entonces recuerda que hoy, como otros tres días de cada semana, debe pasar derecho, como dicen los universitarios cuando tienen clase toda la jornada. Media hora después, la manera en que empieza a crujir su estómago, cumpliendo la función de reloj, le indica que va siendo hora del almuerzo. Esculca en la planilla que tiene organizada en su cabeza y en cuestión de segundos encuentra que el lunes le toca el turno a Paola.
Sabe que Paola tiene el mismo horario, pero como él y como muchos otros compañeros se queda un rato en la universidad antes de ir a almorzar. Así que la busca cuidadosamente en la planta baja del claustro de Santo Domingo, en donde queda su Facultad y como no quiere que parezca que la está acechando, entonces hace de todo una coincidencia, aunque ese ritual se repita cada semana. Minutos después Alex divisa a su amiga a unos pocos metros. Se acerca sonriente, como siempre, y acomoda su brazo derecho sobre el hombro de ella. “¿Entonces qué mujer, qué has hecho hoy?”.
“Estudiar, como siempre”, le responde ella. “Ay, mujer, vos siempre tan juiciosa, mi amor. ¿Y qué, para dónde vas?”. “A almorzar”. “Humm ya, ah, listo bebé, vamos a almorzar entonces, porque me vas a llevar ¿cierto?”. Ella sabe de lo que se trata, así que finalmente sale de su boca ese salvador: “claro, vamos”. Misión cumplida para Alex, el susto del almuerzo había pasado.
Esta escena hace parte de la estrategia que desde hace cuatro meses montó Alexander Montenegro para poder “salvar el almuercito”. Y se repite día a día desde que a su primo, con el que vive hace tres años, le llegó la mala racha y tuvieron que irse a vivir a las afueras de la ciudad, al norte, sobre la avenida Panamericana, muy cerca a Lácteos Colombia. Alexander Montenegro es estudiante de sexto semestre de Ciencia Política de la Universidad del Cauca y no tiene ninguna fuente de ingresos. No tiene plata para los pasajes desde su casa hasta el centro, en donde queda la U, no tiene plata para los almuerzos, no tiene plata para las fotocopias. En conclusión y como se dice en estos casos, anda vaciado.
Aunque para Alex, andar sin un peso o con unas pocas monedas en el bolsillo no es nada nuevo. Mientras nos tomamos un café, que claro, yo invité, recuerda que cuando era niño su mamá tuvo que dejarlo a él y a sus cuatro hermanos en Popayán al cuidado de sus tíos, para poder irse a trabajar a Armenia porque por esos días la plata no abundaba. Tampoco abundó cuando años después se fue a vivir a Cali, a donde acababa de llegar su mamá: “allí la casa se parecía a la vecindad de El Chavo; era grande, con muchas familias viviendo en casitas adentro”, dice, y mientras me cuenta lo bien que se la llevaba con los vecinos, pienso que tal vez desde ese momento fue cuando empezó a desarrollar sus habilidades para encantar a la gente cuando habla. Pero definitivamente las destrezas de Alex para conseguir amigos y sobre todo amigas, tienen mucho que ver con su capacidad para “reunir a las masas”, como afirma él.
Hace cuatro años, cuando estudiaba Construcción en el SENA, sin saber lo que sabe ahora de política, organizó a sus compañeros de curso para que protestaran por las condiciones de estudio, pues no había herramientas para realizar las prácticas. Meses después era el representante regional de los estudiantes del SENA y el principal negociador en el cese de actividades que buscaba soluciones de transporte, materiales y alimentación para toda la institución. Fue gracias a esto que finalmente entendió que lo suyo era la política y que la lengua y la simpatía serían algunas de sus mayores armas para defenderse en la vida.
Al tiempo que consume a pequeños sorbos el contenido del vaso desechable, Alex recuerda su rutina diaria: se levanta a las cinco de la mañana para preparar el café, ese infaltable tintico que lo va a acompañar medio día, hasta que sea la hora del almuerzo y de nuevo ponga en marcha la estrategia. “A mí que no me den nada al desayuno, pero que nunca me falte el café, porque eso sí que sería un problema”, asegura. Demora una hora preparándose y a las seis de la mañana toma su bicicleta plateada y se dispone a pedalear una hora más hasta la universidad porque tiene clase a las siete. Es el rito cuatro días de la semana.
Desde la noche anterior, Alex repasa el itinerario en su mente. “Yo tengo como un mapa conceptual en mi cabeza”, afirma. “Tengo definido un número de amigas y un día de la semana para cada una; me tocó así porque cuando me fui a vivir tan lejos, por los horarios de clase, no tendría cómo ir a la casa a almorzar y tampoco tiempo para preparar algo, y mucho menos tenía para el pasaje; además mi hermana ya no tenía el negocio de comida en el centro, en donde a veces podía almorzar. Así que unos días antes de iniciar clase este semestre, empecé a bajar al centro para probar cómo me las arreglaría de ahí en adelante; un día me encontré a un amigo y le conté la nueva situación, sin pensarlo él me invitó a almorzar. Fue ahí donde entendí que me iba a tocar recurrir a la solidaridad de los compañeros”.
Claro que a Alex ahora le funciona su táctica sólo con las mujeres, o por lo menos es a ellas a quien se la aplica, según él “porque las compañeritas son más maternales y un hombre lo único que gasta es trago”. Desde que puso a funcionar su modus operandi son pocas las veces que ha sido uno de los cuatro colombianos que, según el investigador Alfredo Sarmiento, aguanta hambre a diario en nuestro país. Alex conquistó el afecto de cuatro amigas, de las que ha sabido ganarse un aprecio tan grande que desde que se hizo invitar a almorzar por primera vez, nunca lo han dejado con el estómago vacío cada que él lo ha necesitado. A cada una le toca un día diferente; lunes, martes, jueves y viernes, porque el miércoles no tiene clase sino a partir de las cuatro de la tarde. Claro que ellas, aunque son las “planilladas”, no son las únicas, pues “toda la que se deje dar cariño puede invitar a almorzar”.
Ya son más de las doce del mediodía. El café ha rendido más de lo normal y el tiempo se nos ha pasado muy rápido. Esa es una de las habilidades de Alex, hacer que el tiempo parezca no correr gracias a la buena charla. Afuera el clima se percibe húmedo por el aguacero que acaba de pasar, mi entrevistado y yo nos disponemos a salir de la cafetería. “¿Y qué mi Silvanita, para dónde vas ahora?”, me pregunta, dibujando una sonrisa que parece esconderse bajo su tupida barba. “A almorzar”, le respondo.