
Los padres de nadie
Son 65 los abuelos que viven en el ancianato San Vicente de Paúl, la mayoría de ellos abandonados totalmente por sus familias. La situación económica en la que se encuentran no es buena, pero aun así allí les brindan el mejor de los tratos.
Por: Adriana Elizabeth Cabrera Tintinago.-
Desde afuera se ve una casa normal. Pocas personas saben que detrás de estas paredes que levantan una casa esquinera muy grande en el barrio San Camilo, ha existido desde hace 70 años el ancianato San Vicente de Paúl. Actualmente reparan la fachada, y entre andamios y escaleras, se alcanza a mirar la pequeña placa con letras azules donde se inscribe su nombre.
No pasan cinco segundos después de tocar a la puerta cuando ya han atendido al llamado. Por lo general, los porteros son los mismos abuelos que se encuentran en mejores condiciones anímicas y físicas. Aunque el ancianato es un solo lugar, desde el momento de la entrada se perciben mundos diferentes que conviven en uno solo.
“Dos meses completé, soy de Pasto. Pero yo no me amaño aquí. Tengo tres hijos, pero ellos están en Pasto. Yo estaba enferma y por eso fue que me trajeron a ver si me recuperaba. Tenía mal los nervios, una depresión que me agarró, la gastritis y no más, y pues para que me mejorara mis hijos me trajeron aquí. Sabían venir a visitarme, pero en estos días no han venido, quién sabe, ocupados que han de andar, pero ya dentro de poquito me voy porque yo ya me siento mejor.”
Ilda Jaramillo, es una abuela de Pasto internada en el asilo San Vicente de Paúl. Ojos negros y cabello blanco, contextura delgada, piel trigueña se combinan con el vestido azul aguamarina que hoy luce, nada que ver con los tenis negros marca Venus que complementan su vestuario. Aquí los tenis Venus son un referente común entre todos los huéspedes, aquí no importan prejuicios, modas o estéticas, aquí todo se recibe con cariño y se agradece. Es una mujer muy conservada a pesar de tener 70 años. A simple vista se puede observar su fortaleza. Es distinta a las demás abuelas con quienes convive pero, sólo si se observa bien, el miedo que esconde brota de sus ojos y en general de su rostro. Tiene miedo de perderse en el abismo profundo en el que viven las demás, aún tiene la esperanza de salir. Piensa que su estadía en aquel lugar debe terminar.
Con engaños, obligados o por su propia voluntad han ingresado al ancianato los 65 abuelos que conviven en este lugar. El espacio de paredes amarillas con ventanas y puertas de madera es grande y podría decirse que cómodo. Su estilo es particular, diversas materas parecieran sustituir las fichas de un tablero enorme de ajedrez que asemeja la forma del suelo por la posición y color de sus baldosas verdes y amarillas. Está clasificado en tres secciones: el primer piso lo ocupan los hombres, el segundo las mujeres y una tercera zona, también ubicada en el primer piso, los abuelos pensionados. Esta sección, a diferencia de las otras dos, es más pequeña, pero sus huéspedes han sido beneficiados con una habitación para cada uno. Los demás duermen por grupos en las respectivas habitaciones o salones.
“La única diferencia es que los abuelos pensionados tienen un pieza para cada uno, con baño y todo, pero de resto la comida, el trato, el aseo, todo es lo mismo”, comenta Blanca Navia, quien por quince años ha trabajado en esta institución.
Por los grandes pasillos del lugar, se encuentran abuelos al paso. Algunos responden al saludo con voz fuerte y clara, otros apenas balbucen palabras imposibles de entender sin una adecuada atención, y otros simplemente no dicen nada, quizá porque, como muchos de allí, la vejez ha traído consigo, además de las canas, la sordera. Se encuentran atrapados en una cápsula de la que parece difícil salir, es su imaginario individual.
Los salones y piezas albergan abuelos de los cuales un ochenta por ciento han sido totalmente abandonados. Muchos sufren de demencia senil, otros de retardo mental y otros simplemente sufren los achaques de la vejez. “Aquí las hermanitas todo nos dan, nos dan ropa y zapatos. Ellas son bellas con nosotros y aunque no lo fueran debemos agradecer que nos den la casa, la comida y todo. Está mejor uno aquí que con la tal familia”, dice María, que como todos los abuelos que tienen un poco de lucidez en este lugar, se sienten muy agradecidos por el refugio y la atención que les prestan en el ancianato.
Sin embargo, se encuentran otros testimonios que pueden reflejar un sentimiento común entre ellos, pero quizá un poco escondido, como el de Rosaura Erazo: “qué se va a hacer, pues si uno no tiene a nadie, tiene que amañarse”.
Bancas de madera y asientos rimax han sido colocados por todos los pasillos para atender de forma agradable a los visitantes. Dentro de ellos está el profesor Franco Erazo, quien como orientador de religión y ética en el colegio San Agustín les enseña de una manera práctica a sus alumnas el amor y la solidaridad con el prójimo. “Así como nuestro señor lo tiene con nosotros, es darle un poco de amor a aquellos que no lo tienen y tanto les hace falta”, dice entre otras cosas el profesor, quien nunca ha faltado a sus visitas con las alumnas en cada año escolar.
Así mismo, las demás personas que van casi nunca lo hacen con las manos vacías, como bien lo dice María: “las amistades son las que me traen estas cositas, yo me sé ir y cuando vengo, ya las personas que vienen me han dejado cualquier cosita encima de la cama, nunca vienen con las manos vacías”. Incluso se han hecho actividades en la ciudad como bingos y día de donaciones, todo con el fin de colaborar a disminuir la crisis económica en la que se encuentran desde hace un tiempo.
La necesidad de ayuda es evidente, como lo confirma Blanca Navia: “yo soy auxiliar de enfermería, pero casi no lo ejerzo, porque aquí me toca hacer de todo. La situación del asilo económicamente no es que sea buena, entonces no hay tanto personal, yo lo hago porque me nace hacerlo. Esto no es para todo el mundo”. Ella es la encargada del cuidado de las señoras, que son 29. Llega en las mañanas muy temprano y empieza su labor diaria. Además de ser la encargada de la enfermería de mujeres, ella debe bañarlas casi a todas porque solo ocho de ellas lo hacen solas. Luego, las debe vestir con la ropa que tiene para cada una, todo producto de las donaciones de la gente y de “casi nuevo”, la tienda de ropa del ancianato, que funciona desde hace poco tiempo y que surgió como una estrategia para aumentar los ingresos del hogar. Así mismo, brinda a los habitantes de la ciudad de Popayán de escasos recursos una opción de compra de ropa en buen estado y a un bajo costo. Las personas donan ropa ya sea nueva o usada y una parte de ésta se vende, y la otra se deja para que Blanca tenga con que vestir a las abuelas diariamente.
Gran parte de los ancianos que se encuentran en este lugar dicen ser solteros y no haber tenido hijos, lo que para Claudia Cuatindioy, Educadora Física quien trabajó un tiempo con ellos haciendo algo de ejercicio y recreación, sería una posible causa de su total soledad. Pero así mismo, otros sí tuvieron hijos y muchos, pero hoy se encuentran internados como si nunca los hubieran tenido, comenta María sentada en un asiento que coloca junto a su cama, a lo que agrega: “hijos ingratos, malagradecidos, no agradecen lo que los papacitos hicieron con ellos”. Es pequeña toda ella, sus cabellos color blanco como la nieve se dejan ver debajo de un gorro de lana rosado que lleva puesto y que ha sabido combinar con su vestuario de color blanco y con los tenis negros Venus. Ella además, lleva puestas unas medias blancas hasta la rodilla.
“Yo vivía con mi hijo, su esposa y mi nieta, vivía con ellos en Bogotá. Ellos se iban al trabajo y yo me quedaba cuidando la niña y además haciendo el oficio de toda la casa. Y pues cuando mi hijo pudo contratar una muchacha para que trabajara en la casa, me dijo que no tenía más espacio para mí. Y yo me vine para acá”, comenta doña Olga Muñoz, con la mirada baja y el habla pausada. Por su expresión tranquila y serena se ve que no guarda ningún tipo de resentimiento contra su hijo, parece comprender su proceder y se queda absorta en un pensamiento tan profundo y lejano del que sólo vuelve cuando Gilma Hoyos, una de las abuelas más carismáticas del lugar, y que también escuchaba sus palabras, dice: “ese es un malagradecido, mijita, pero no se ponga triste que pa´ eso nos tiene a nosotras”
Es así como a Blanca se le disminuye un poco el trabajo. Las abuelas que están en mejores condiciones, ayudan a vestir a las demás. Después de que todas están bien presentadas para comenzar su día, llega el desayuno. Suena la campana para que dejen lo que están haciendo y se dirijan al comedor. Cada una tiene un puesto ya definido y reaccionan enérgicamente cuando alguien se ha sentado en él. Después el almuerzo, a las tres les dan las medias tardes y a las cuatro la comida, debido a que los trabajadores salen a las cinco y deben dejar empijamados y acostados a los abuelos, por los menos a los que no pueden hacerlo por sí solos.
Algunos se sientan solamente a mirar el transcurrir del día en la silla. Otros que están más capacitados físicamente ayudan ya sea en la portería, en la cocina o en el aseo de la casa. Los que sufren de retardo mental suelen encontrase tirados en el suelo y vagar sin rumbo fijo todo el día, lloran o simplemente juegan con muñecas, carros o lo que encuentren. “A Rosalba, la vinieron a dejar acá. Un día la habían dejado en la puerta con las maletas, quién sabe quién será la familia, ni idea y como ella sufre de retardo mental, entonces pues ni modo. Ya lleva dos años y medio acá, pero yo creo que de todos modos ella extraña porque llora mucho”. Como esta historia son muchas las que comenta y mantiene Blanca en su memoria como impulso para su oficio.
Pero a los que no se encuentra en la cama, en el baño, la enfermería o el patio de la casa, se los encuentra en la capilla del ancianato. Es un lugar pequeño, de paredes blancas que sostienen imágenes de santos en todas partes. Las ventanas por afuera son amarillas y por dentro su color café se combina con las bancas donde se sientan los feligreses. La decoración es como la de una iglesia normal, sólo que más pequeña, como dice María, donde acuden a menudo para darle gracias a Dios. La fe no la han perdido o al menos guardan el deseo de salir de este lugar, pues como dice Rosa, una paisa, “yo vine aquí, a ver qué es lo que presentan, llegué hace como tres días y creo que pasado mañana ya me voy, pero sin embargo estoy muy amañada”. Ella sufre de demencia senil, lleva más de un año allí y no hay rastro de su familia. Pero a pesar de eso tiene muy vivos recuerdos de su vida y su familia en su tierra natal. La enfermedad no ha logrado borrar de su cabeza recuerdos, pero sí le han distorsionado la noción del tiempo y del espacio, como nos comenta Claudia Cuatindioy, quien hizo un trabajo sobre el imaginario del tiempo en las personas de la tercera edad.
Dentro de su trabajo, Claudia ha podido escuchar y tratar a muchos abuelos que han sufrido maltratos y humillaciones en sus casas. “Por lo general les recargan el trabajo, y si no lo hacen, los hacen sentir inútiles, la mayoría de veces los aíslan”. Del mismo modo reconoce que la sociedad desde hace mucho tiempo ha considerado a las personas mayores de 60 años como una carga, no sólo para la familia sino también para la sociedad. “Ellos pueden ser a veces molestosos y necios, pero son nuestros padres y abuelos y necesitan de nuestra comprensión y cariño. La familia y el hogar son lo mejor para ellos”, comenta la educadora física.
“Pues yo sí soy así, yo digo las cosas como son, soy muy franca. Si a mí no me parece bien una cosa se lo voy diciendo a quien sea”, es el comentario de doña Gilma, mientras escucha que Blanca comenta que ella sí tiene la pasión por su trabajo, le gusta lo que hace. “Muchas personas los abandonan por eso, porque no los aguantan en la casa, muchas veces son imprudentes, y se meten en la vida de los hijos, pero eso no justifica su abandono. La falta de dinero tampoco”, señala.
En estos días llevaran a los abuelos a un paseo a Buga. Según Blanca llevarán sólo a unos cuantos, los que se pueden manejar solos, pero hay ocasiones en que los llevan a todos, como el día del anciano. También comenta Rosaura que los llevan a las fiestas que hacen en el colegio San Agustín, para que se diviertan un rato: “nosotras salimos de vez en cuando, pues las que podemos. A hacer mandados también”. El paseo los tiene contentos a todos, ya les han avisado y por eso se toman juiciosos la droga que les receta un médico que los vista cada mes. “En caso de urgencia se llevan a la clínica, porque todos están afiliados a Caprecom”, dice una de las auxiliares de enfermería quien por estos días se encuentra haciendo una práctica. “Esperemos que todo salga bien”.
Mientras tanto, los abuelos siguen en espera de los familiares que nunca llegan, como dice Blanca. Otros, quizá ya resignados, no esperan nada y sólo viven de recuerdos que poco a poco se borran de su mente. “Yo ya sólo conozco el plato de comida”, dice María.