La Iguana: espejo perfecto de su creador
Por: Samaida Gómez Ruiz
Cuando llegué estaba fumando. Tenía el cuerpo recostado en la pared y un cigarrillo en la mano, parecía una prostituta de novela mexicana, con la mirada puesta sobre el horizonte esperando el paso del tiempo, cuál mujer de la triste vida alegre. Y es que él había asumido la misma postura, de hecho sólo le faltaba doblar la rodilla y poner el zapato contra la pared. Estaba tan distraído que no notó mi presencia hasta que le dije “hola” y la palabra lo trajo de regreso a la tierra.
Se volvió y me miró sin reconocerme, frunció el ceño y preguntó algo incomprensible. Supuse que era mi nombre. Samaida, le dije, y asintió con la cabeza. “Sigue y me esperas mientras me fumo este cigarrillo”, me dijo con voz suave. De inmediato entré al bar y empecé a girar la cabeza en todos los sentidos, como un niño que explora un sitio al que entra por primera vez, pero no, esa no era mi primera vez, no señor, era la segunda. Y a diferencia de la primera vez hoy no olía a cerveza, olía a café, no había música para bailar, sonaba jazz y nadie puso su mirada en mí cuando entré, simplemente porque no había nadie.
Aunque no fuera la primera vez actué como si lo fuera, porque apenas atravesé la cortinita, esa de cositas que suenan, empecé un recorrido lento que me llevó a rostros y figuras que no conocía y a nombres que deletreé con dificultad, hasta que reconocí, por sus enormes gafas, a uno de los personajes sobre la pared. Era, en efecto, ‘el cantante’. A su lado la foto de un moreno, trompeta en mano, los ojos cerrados y el rostro apasionado de quien vive por la música, la imagen perfecta con la que a cualquier músico, supongo yo, le gustaría que lo recordaran.
Así seguían apareciendo ante mis ojos personajes que no estaban en mis recuerdos, hombres y mujeres de tez morena y enormes sonrisas, hasta que me encontré de nuevo con uno conocido, llevaba el cabello alborotado bajo una boina y tenía la mirada fija y dura, el ‘siempre comandante’.
Intenté seguir mí recorrido, pero éste terminó cuando los vi, porque de inmediato se rebobinó el tiempo y me sentí en casa, con los ojos fijos en mi abuelo para no perder detalle de cómo lograba sacarle canciones a un enorme plato negro, de esos que jamás se me permitió tocar, de los mismos que aún conserva don Miguel (mi vecino de enfrente en mi casa del pueblo) y que pone de vez en cuando en su viejo tocadiscos; cada vez que lo hace cuenta la misma historia…
Ahí estaban, detrás de la barra, los viejos pero conservados tocadiscos y junto a ellos no podían faltar, por supuesto, los discos, que entre Long Play, Casetes, CDs y DVDs suman una colección que alcanza los 2 mil álbumes. Una colección que Diego Velásquez, el dueño del bar La Iguana, comenzó desde hace 35 años y que hoy, junto al bar ubicado sobre la calle 4 frente a la puerta falsa del templo de San Francisco, en pleno corazón de Popayán, es una de sus mayores riquezas, porque como dice orgullosamente con su inconfundible acento paisa: “con La Iguana yo me he divertido mucho, porque esto más que un negocio es un proyecto de vida y tengo la fortuna de que terminé viviendo del hobby”.
Aquel pasatiempo comenzó por allá en la década de los setenta en su natal Medellín cuando un NO amigo suyo le hizo escuchar a La Fania All Stars y él, un pelao que se declaraba abiertamente rockero, cambió las guitarras eléctricas por los ritmos afrocaribeños, que en ese entonces sonaban en las rocolas del centro de la capital paisa cuando el tango y los boleros les daban espacio.
Con la Fania All Stars empezó su gusto por la música afrocaribeña, un gusto que no sólo era despertado por las melodías y ritmos, sino también por las letras, los sentidos, los contextos y en especial por la pasión que a cada tema le imprimían sus intérpretes, esa misma pasión que lo llevó a implementar el método científico aprendido en su carrera de zootecnia a su nueva labor, la de coleccionista de música. Esta colección ha sido constantemente depurada, porque como él dice, “la idea de ser un melómano no es arrumar música y música y más música, sino coleccionar buena música y más importante aún saber sobre lo que uno colecciona, por eso a mí me gusta leer tanto, porque me gusta conocer de cada tema, saber su historia”.
Sin duda Diego sabe de lo que habla y lo dice con tal convencimiento y tal pasión que termina contagiándolo a uno del gusto por los ritmos que suenan en el fondo, tanto así que una crónica que empezó siendo sobre La Iguana termina tratando sobre ambos, sobre creación y creador.
Y no podía ser de otro modo, porque el bar refleja lo que es Diego, un hombre enamorado de la cultura afrocaribeña. De ahí los cuadros de cantantes y danzas alegres, las pequeñas esculturas de mujeres voluptuosas talladas en madera, las máscaras que remiten a rituales africanos, la bandera cubana sobre la pared del patio y más importante aún, la música que suena de lunes a jueves y resuena los viernes y sábado. Y es que La Iguana además de ser un bar es también un café-bar, aunque, como el mismo Diego lo afirma, se conoce poco de esta segunda faceta, porque este céntrico lugar de la ciudad de Popayán es más conocido y reconocido como un bar de sólo salsa. Pero tampoco es eso, porque a pesar de que la salsa predomina en las noches de rumba no es lo único que se escucha, y lo pude comprobar de primera mano.
Ese sábado llegué temprano y había poca gente, me ubiqué en una de las mesitas del patio y pedí cerveza. Con el pasar del tiempo empezaron a llegar más y más personas, aunque el lugar jamás estuvo lleno a diferencia de lo que me había anticipado Carlos, mi compañero de mesa, cliente fiel del bar.
“Siempre que salgo me gusta venir acá porque el ambiente es muy chévere y la música me encanta. Yo prefiero La Iguana a cualquier otro sitio, así algunas personas digan que este es un sitio para gente vieja”, me cuenta Carlos mientras, como se dice popularmente, azotamos baldosa al ritmo de la Bam Ban de Cuba.
Pero según Diego, y contrario a lo que muchos creen, al bar asisten personas de todas las edades y la mayoría son clientes constantes, “porque les gusta el ambiente del bar y por supuesto la música”. No obstante él mismo cuenta que “no falta el que por alguna razón no cae en cuenta del sitio donde está y viene y pide que le coloque un vallenato o una ranchera o algo de música popular; eso me causa mucha gracia y pasa muy a menudo”. Me dice eso mientras mueve las manos, cosa que siempre hace cuando habla. Además se retira las gafas de los ojos y las sostiene sobre las cejas y cuando termina de hablar pone de nuevo las gafas en su lugar y continúa pintando un anuncio que tenía comenzado cuando yo llegué.
Cada vez que inclina el cuerpo para seguir pintando, el crucifijo de plata que cuelga de su pecho se mueve inquieto, como queriendo escapar de la camisa blanca de manga larga que él usa arremangada y que combina con los zapatos blancos que lleva puestos, aunque no son de esos zapatos blancos de bailar salsa, no, pero sin duda, por el contexto, remiten a la imagen de unos buenos bailarines de salsa, esa que uno puede ver materializada cuando asiste a La Iguana. Porque como dice Carlos, “nunca falta la pareja que baila bien, entonces si uno no quiere venir a rumbear puede venir a tomarse algo y a ver como otros bailan, porque acá viene gente que baila uff, muy bacano.”
Y todo lo que dice Carlos es cierto, tanto lo de la gente que baila bacano como aquello de sólo ir a ver, escuchar y tomar. Muchos hacen eso, se ubican en las mesas o en la barra, solos o acompañados, hablan o miran hacia la pista y llevan el ritmo con sus cuerpos o con sus palmas, sobre la mesa o contra las piernas, mientras tararean las canciones, algunas poco conocidas, porque como dice mi compañero de mesa: “la salsa que ponen acá no es la que uno normalmente escucha, la comercial, por eso La Iguana no es para todo el mundo”.
Y Diego lo sabe, pero eso no lo mortifica. Al contrario, se siente complacido, porque a pesar de eso La Iguana ya va para quinceañera y se sostiene en medio de los 30 bares y discotecas que existen, legalmente registrados, en Popayán. Una Iguana que nació por allá en 1997 y a la que por esas ironías de la vida bautizaron sin son ni ton, porque el nombre en realidad no significa nada, simplemente le pareció chévere. De hecho, Diego ni siquiera es vegetariano, como las iguanas. Al contrario, su plato preferido son las carnes al carbón, acompañadas de cerveza y por supuesto un buen ritmo afrocaribeño, elementos perfectos para tener un día como el de su canción favorita (interpretada por Eddie Palmieri), ‘un día bonito’.