
Cuando los demás duermen
Por Yucnari Daitiana Papamija.-
Mientras caminaba sentía mucho frío en los pies. ¿Sería que el cemento estaba pariendo agua? Yo no sé, pero era una noche muy fría con viento helado y para completar un cielo que parecía un pegote de plastilina gris. Que noche más pesada sentía, pero tenía que seguir. Ya mi papá había dicho que esos señores vestidos de verde eran bastante puntuales y que ¡ay de mí! donde les fuera a llegar tarde.
Bueno, papá, si con esas estábamos pues no había de otra, ahí iba tu hija cual aventurera a unos lugares que te confieso daban miedo, y a la vez expectativa mezclada con curiosidad. Me habías dicho que ni de riesgo me estuviera asomando por allá, pero también recuerdo, mi negrito, que antes de despedirme me diste la bendición y me dijiste que no le debía tener miedo a nada, que eso de los dragones malos sólo eran uno más de los tantos inventos de la imaginación. Ay, papá, inventos tuyos para tranquilizarme, pero para qué nos veníamos con mentiras; tú y yo sabíamos que eso de andar en una patrulla de un CAI de la Policía un viernes en la noche no era algo de lo más seguro que digamos.
Lo sabías porque pusiste cara de pánico cuando te conté que la idea era recorrer en Móvil 2, la patrulla del CAI de Bello Horizonte, algunos sectores de la Comuna 2. Si vieras, papá, que me sorprendió ver al comandante de la Estación jugando solitario en el computador. Es que no me había imaginado en esas a un señor de aspecto tan serio y bravucón. Después de todo, este hecho me tranquilizó, porque pensé que era un ser humano y no un dragón. Lo malo fue que no ganó ninguna partida, al menos no mientras yo esperaba pacientemente a Andrés, uno de los patrulleros de Móvil 2. Por fin Andrés llegó y desde afuera del CAI me hizo un gesto para que saliera y abordara la patrulla. La silla estaba fría y aún tenía gotas de agua. Si hubieras estado ahí me habrías pasado la chaqueta, pero estaba con Fabián, a quien sus compañeros identificaban como ‘Mono Base’ y con Andrés. Así que me tocó seguir sintiéndome como un helado. Si vieras papá que Andrés me contó algo que me dejó triste y confundida, pero ese es un tema que podría contarte después. Ah, se me olvidaba que ‘Mono Base’ era el conductor de la patrulla y Andrés el compañero de la ronda. Los tres escuchábamos música que el ‘Mono’ nos imponía. Mira que cada vez que una canción le venía como anillo le subía el volumen hasta casi dejarnos sordos.
Los géneros iban desde la salsa, pasando por algún merengue, llegando hasta un reggeatón. Por lo menos había música y yo podía animarme según el ritmo de la canción. Si era reggaetón me ponía alegre y les hablaba de lo bonito de Bello Horizonte, si era salsa les preguntaba si tenían novia y qué había de la familia, si era merengue me tocaba esperar a que Andrés cambiara de dial a ver si yo podía tener una conversación sin que tuviera que gritar. Íbamos recorriendo Bello Horizonte, un barrio que me pareció alegre. Recordé las fiestas de agosto en nuestro pueblo, San Lorenzo Cauca. ¿Te acuerdas que a pesar del frío la gente estaba en las calles comiendo perros calientes, algodones de azúcar, de esos rosaditos que traen muñequitos y jugando fútbol en canchas improvisadas en las calles? Lo recordé porque esa noche me pareció que Bello Horizonte era como San Lorenzo en agosto, aunque para ser exacta, Bello Horizonte no estaba propiamente de fiesta. Porque, papá, en medio de mi imaginaria fiesta, ‘Mono Base’ recibió una llamada. Te confieso que por momentos no quería escuchar nada que tuviera que ver con eso de atender alguna emergencia, pero al que no quiere caldo se le dan dos tazas: efectivamente había pasado algo. A un señor que vendía minutos al lado del “Asadero de pollos Bello Horizonte”, le habían acabado
de robar un celular. Dijo que un muchacho pidió hacer una llamada y cuando se lo pasó, el ‘pelao’ salió corriendo —¿Por qué calle? —dijo ‘Mono Base’ —Por allá arriba —dijo el señor. Se subió a la patrulla, tenía la cabeza como un algodoncito empapado de agua y una cara de preocupación que lograba transmitirnos. Aunque fuera un aparato sin gracia, lo quería: ese celular representaba la herramienta de trabajo con la que podía subsistir y aunque el negocio no le diera mucho dinero por lo menos le dejaba para salir a comer un helado los domingos. La patrulla iba muy despacio, con paso sigiloso, buscando ver en las caras de las calles al ‘pelao’. Veíamos a grupos de muchachos que pasan por ahí felices con una botella de aguardiente como celebrando la vida, bajamos por un sendero oscuro pensando que de pronto se podía ocultar ahí, llegamos hasta la cancha de fútbol. ‘Mono Base’ dijo en tono manizalita “a ver pues, mijo, mire a ver si encuentra por aquí”, pero nada. Ya para ese momento había pensado que el ‘pelao’ hacía mucho rato se había esfumado. Como en las películas, se habría cambiado la camisa y sus pasos ya correrían muy, pero muy lejos de allí.
Si hubieras estado ahí habrías mirado como diciendo ‘esa platica se perdió’, pero no estabas y yo te extrañaba. Si vieras que pasé por Santiago de Cali, el barrio en el que nos habían dicho doña Luisa y don Alberto, habitantes de Bello Horizonte, que se vendía droga, se peleaban en las calles y robaban a plena luz del día. Mejor dicho, que era el terror, el mal vecino de Bello Horizonte. Pues bien, ese viernes en la noche no vi nada de eso. La realidad era que no se veía casi nada, era como si fuéramos por un túnel, así de oscuro, papá. Pero como en casi todo barrio había cancha de fútbol y Santiago de Cali no era la excepción. Eso fue lo más emocionante que vi. Los equipos, unos de camisa azul y otros de camisa blanca, correteaban detrás de un balón. No les importaba que estuviéramos bajo un aguacero.
Bueno, estaban ellos porque yo iba muy tranquila dentro de la patrulla escuchando a Carlos Baute: “Te envío poemas de mi puño y letra, te envío canciones de 4.40.” Pero te digo, aunque todo fue normal esa noche, en Santiago de Cali se sentía un ambiente pesado alrededor. El barrio estaba oscuro porque las casas no tenían las luces encendidas. Sentía como un andar a ciegas por calles donde Andrés dijo que existían expendios de droga, pero las pruebas no eran totalmente concretas como para proceder con los allanamientos. De vez en cuando rondaban unos muchachos con un caminar mareado y con actitud agresiva que no me daban buena espina.
Entonces era como si el barrio estuviera dormido y que en cualquier momento algunos espíritus se podían despertar. Imaginaba la situación así, como estar en un árbol y de pronto caer en un pozo de animales desconocidos. Pensaba que la patrulla era como el árbol y que si tal vez se le acabara la gasolina o se fuera la energía eléctrica justo en ese paraje, ahí sí la hubiéramos visto pero negra. Viejo, uno no sabía en qué terreno estaba pisando. De hecho una nunca lo sabe, papá. ¿Te acuerdas que te había contado algo que me había dejado triste y confundida? Bueno, pues mientras ‘Mono Base’ atendía otra emergencia, esta vez por un accidente de tránsito en la glorieta de Bella Vista, Andrés me acompañó un rato en la patrulla. Por la ventana veía que el mono regañaba a un señor de carro rojo. Al parecer, la chica que manejaba estaba algo embriagada. Mientras tanto le pregunté a Andrés por su vida, por su trabajo, por sus amores. “Ahora estoy envuelto en una investigación injusta. Me acusan de haber matado a una persona en Alfonso López, antes yo era patrullero en moto y una noche como ésta escuché unos disparos. Iba con un compañero y acelerados quisimos llegar al lugar. Al cruzar la esquina, ya no había nada, sólo un hombre muerto. La gente, que se había escondido en las casas por el tiroteo, salió y al vernos allí solos y nadie más, nos sindicó de la muerte. Dijeron: fueron ellos, los policías”, recordó. Así me lo contó Andrés y no sabía qué decirle, ni qué creer, ni qué pensar, no sabía nada. No debe
ser fácil dormir con esa preocupación en la cabeza, pensé. “Sí” me dijo Andrés. “Imagínese, a mí hasta se me está cayendo el cabello por eso”. No sabes, papá, fue difícil. Yo venía de un estado de euforia esperando encontrar cosas inesperadas y desconocidas, tal vez una que otra cosa de acción que no me caería mal en ese monótono viernes. Pero qué va, no sé por qué pasé a un estado de desolación, sentía como girando en la patrulla dentro de una burbuja y que allí dentro estaban girando el señor a quien le habían robado el celular, los jugadores de fútbol de la cancha de El Uvo, los jugadores de la cancha de Bello Horizonte, Fabián y Andrés. Así, como en la burbuja, sentí que era la vida en ese momento.
Había tomado fotografías con mis ojos de los lugares donde había pasado pero no sabía nada de la historia que había detrás de cada jugador. ¿Tendrían hijos? ¿De qué vivirán? ¿Qué sería del señor que buscaba al pelao que le había tomado prestado de por vida su celular? ¿Sería que algún día por esas casualidades del destino se encontrarían cara a cara? Finalmente, no sabría si Andrés sería condenado o no ¿Qué pasaría con su caso? ¿Será inocente o culpable? Ay, yo no sé, papá. Sentí como la pesadez de la vida en esa noche tan fría. Había visto desde la ventana de la patrulla, en ráfagas de viento, rostros y lugares, Bello Horizonte, El Uvo, Santiago de Cali, pero los veía como si pertenecieran a una masa más, una masa amorfa. Sentí ajenas las historias de cada uno y me sentí ajena a sus vidas, a sus historias, a sus pasos. Pero así es la vida. Cada uno va girando dentro de su gran burbuja, algunos se encuentran y se quedan, otros ni se chocan, otros pasan sin pena ni gloria, pero pase lo que pase y a pesar de los pesares, la burbuja seguirá rodando. Papá, cuando me bajé de la patrulla me sentí como un perro que se baja en medio de un aguacero y lo único que quiere es recibir un saludo caluroso de su amo. Me sentí así. Pero, papá, te habla tu hija, la que quieres tanto, la que apenas aprende de la vida, la que apenas empieza a sortear los azares de la calle, la que empieza ver cómo nos aislamos, cómo nos perdemos en el gran tráfico y en el gran caos de esta vida, la niña que quiere recibir tu abrazo apenas recibas esta carta.